Sanciones, faltas y expulsiones…, son práctica habitual en los centros educativos para mirar de corregir los problemas de conducta. La evidencia demuestra que estas medidas son contraproducentes: empeoran las actitudes y los resultados educativos de los alumnos.

Las conductas disruptivas, de desafío o agresividad de los alumnos se pueden corregir desde el colegio mediante programas “focalizados” que trabajen de forma intensiva en grupos reducidos, con tutorizaciones individuales y actividades como la modelización, juegos de rol, análisi de situaciones sociales, relajación e introspección.

Los programas escolares de prevención o lucha contra la violencia tienen un impacto positivo cuando afectan a las dinámicas de aula y al conjunto del centro, involucran alumnado, profesorado y familias y son sostenidos en el tiempo.

Las conductas o actitudes disruptivas, de indisciplina, desafío, rebeldía e incluso agresividad, sobre todo cuando son de una cierta intensidad y se sostienen en el tiempo, distorsionan el funcionamiento óptimo de las clases y comprometen las condiciones de enseñanza y aprendizaje del conjunto del alumnado. Es bien sabido que profesorado y maestros dedican un porcentaje significativo de su tiempo en el aula a tratar de controlar y gestionar problemas conductuales o disciplinarios de índole diversa. Todo este tiempo no ocupado en el desarrollo positivo de dinámicas de aprendizaje.

A la vez, se ha hecho también evidente que estos problemas de actitud, cuando se mantienen en el tiempo, perjudican el progreso y las oportunidades educativas de los alumnos que las protagonizan.

Las respuestas que desde los centros educativos se han dado a este problema han sido diversas. A menudo se ha puesto el énfasis en el establecimiento de sanciones o sistemas de faltas que pueden desembocar en expulsiones de clase o del centro. La evidencia, nos dice que la estrategia sancionadora no suele ser efectiva a la hora de enderezar el mal comportamiento, más bien el efecto sobre las conductas acostumbra a ser negativo. A la vez, al perderse clases y ritmo de aprendizaje, se ven también perjudicados los resultados educativos del alumnado.

En otros casos, se ha apostado por enfoques preventivos, de trabajo competencial, refuerzo positivo o mediación. Hablamos entonces de planes de convivencia y mejora del clima escolar o estrategias de gestión del aula, programas socioemocionales, pero también de intervenciones focalizadas (con o sin especialistas), diversificaciones curriculares o escolarización compartida.
Sin embargo, raramente la apuesta por una u otras respuestas ha tenido en cuenta la evidencia internacional acumulada sobre su efectividad, es decir, sobre los impactos (positivos, nulos o negativos) que han provocado en aquellos contextos donde se ha realizado y han sido rigurosamente evaluadas. ¿Qué sabemos sobre la efectividad de estas intervenciones? ¿Cuáles funcionan mejor? ¿En qué condiciones? ¿Para qué colectivos? Y sobre todo, cómo podemos avanzar hacia programas conductuales más efectivos en el corto y el mediano plazo en nuestro territorio?